Por Verónica Ortiz
Al releer un escrito de Sigmund Freud de 1925 titulado “La responsabilidad moral por el contenido de los sueños”, no pude menos que pensar en la pronta disposición que tenemos en la actualidad para encontrar todos los males que nos acontecen en el campo del vecino.
En las escuelas los maestros dicen que son los chicos, los padres dicen que son los maestros y los chicos dicen que ellos no son. En la política, siempre se trata del adversario de turno pero nunca de las consecuencias de las propias acciones e inacciones. Entre vecinos el otro es siempre causa de todas las molestias (cuando uno también las causa, quién no tiene un amigo que se ríe a los gritos o un perrito ladrador compulsivo, por ejemplo) y en el tránsito se vocifera “¡Me encerró, no me vio!” aun circulando a 70km por hora en una calle céntrica. Los medios de comunicación, por su parte, suelen aplicarse a hallar culpables para todo y se muestran demasiado prontos a hacerse eco de los reclamos de damnificados de toda bandera y color, según el interés de la publicación.
Lo sé. No es nuevo. Ya Jacques Lacan hablaba –referencia hegeliana- de la “bella indiferencia” de la histeria, que nada sabe de sus propias causas y a la que todo le sucede por incidencia de los demás, como un destino inexorable. (Sepamos que “la histeria” es una posición subjetiva, lo que implica que no se trata siempre y solamente de mujeres, y recordemos que ya en 1886, Freud se empeñó en demostrar la pertinencia de la histeria masculina como presentación clínica.)
Frente a este estado de cosas y con el aparato jurídico siempre listo para hallar víctimas que deben ser compensadas y las redes sociales facilitando la difamación, la afirmación de Freud puede sonar un poco anacrónica, ya que no solo nos hace responsable de nuestros actos y pensamientos sino ¡hasta de nuestros sueños!: “Es preciso asumir la responsabilidad de los impulsos oníricos malvados ¿qué otra cosa podría hacerse con ellos?”; “He de experimentar que esto, negado por mí, no sólo está en mí, sino que también actúa ocasionalmente en mi interior”.
¿Es el psicoanálisis entonces un nuevo moralismo? Desde ya que no. No se trata de fomentar posiciones culpógenas. Tampoco de desculpabilizar.
Está del lado más bien del sapere aude (“¡Atrévete a saber!”) kantiano, aquel que puede despertarnos del sueño infantil en que siempre es el otro quien no nos permite saber, hacer, amar, cambiar.
Responsabilizarse. Hacerse responsable de un decir (que incluye el lapsus, la hesitación, el chiste, el equívoco) y de un hacer, de una pragmática para la vida. De lo contrario, la inhibición, la postergación, la insatisfacción, la culpa, la queja- cuando no el padecimiento, a secas- continuarán siendo nuestros compañeros cotidianos.
El psicoanálisis es una práctica que no adormece con tutorías pedagógicas, direcciones de conciencias o programaciones conductuales. El psicoanálisis despierta. En ocasiones, tal despertar es angustiante ya que lo que se verifica es que no hay un amor al saber sino más bien un horror al saber.
Si no nos contentamos con lo que Freud llamaba la “vanidad moral” del yo y nos atrevemos a explorar más allá de lo imaginario de nuestra completud narcisista (que conlleva como correlato que todo lo que no nos gusta, lo que nos incomoda de nosotros mismos va a parar a las arcas del otro), podremos orientarnos por su sentencia: “Quien disconforme con esto quiera ser mejor de lo que ha sido creado, intente llegar en la vida más allá de la hipocresía o de la inhibición”. No podemos decir que no hemos sido advertidos.
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